El fenómeno del blanqueamiento deportivo está cada vez más presente, un arma usada por países que vulneran los derechos humanos. El último ejemplo, Qatar

Dos aficionados del Newcastle en los aledaños de Saint James´s Park. Foto vía AFP

EDITORIAL | MANUEL SÁNCHEZ

 

El “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” del siglo XVIII es una prolepsis de la imagen actual del mundo del fútbol. Continuamente, se intenta vender un deporte para los aficionados que nada tiene que ver con la realidad. Es cualquier cosa menos para la afición. Una mercantilización del fútbol en la que gobiernos, cimentados sobre cadáveres y que vulneran los derechos humanos, buscan limpiar la imagen de sus acciones a través del deporte.

 

La Supercopa de España se desplazó a Arabia Saudí. El Mundial de 2022 será en Qatar, con un inédito cambio de fecha a finales de año, en lugar del verano. Los clubes-estados con la intrusión de jeques en la presidencia. Una serie de innumerables aspectos en la que se deja de lado a la gran esencia del fútbol por dinero: el aficionado. 

 

Oligarcas rusos, magnates chinos y emires usan el sportwashing como estrategia para limpiar la imagen de gobiernos que no respetan los derechos humanos a través de la vinculación directa con el deporte. En los últimos años ha crecido la visibilidad del concepto. Todo ello gracias al papel reivindicativo del periodismo de investigación de medios como The Guardian o asociaciones como Amnistía Internacional, que han ofrecido una buena cobertura informativa junto a denuncias sociales.

 

El ‘modus operandi’ de este tipo de países no es nuevo. El gran origen fue la dictadura de Videla en el Mundial de Argentina de 1978. Los primeros pasos tuvieron lugar con precedentes como los de Mussolini y Hitler a través del Mundial de Fútbol de Italia de 1934 y los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936.

 

“Celebran en sus países olimpiadas, mundiales o los torneos más seguidos del planeta. Bautizan estadios de fútbol, ocupan los espacios de publicidad en las camisetas o directamente compran los equipos, inyectando grandes sumas de dinero que luego se convierten en grandes fichajes para alegría de sus aficiones”, explicó sobre ello la organización Amnistía Internacional.

 

Suele repetirse el tópico de que este tipo de eventos suelen ser una palanca para mejorar la situación respecto a los derechos del país. Qatar no está siendo el caso. A pocas semanas de empezar el Mundial, uno de los embajadores de la Copa Mundial definió la homosexualidad como “daño mental”. Un discurso en la línea de las acciones de la sede mundialista, discriminando a mujeres y a personas LGTBI.

 

La posición de la FIFA, en su afán de blanqueamiento mundial defendiendo a Qatar, está produciendo efectos adversos respecto al sportwashing. Y es que el objetivo principal de mejorar la imagen del país del Golfo Pérsico no se ha producido en absoluto, sino que se ha empeorado la imagen del fútbol. Cada uno de los intentos de desviar la atención han aumentado las críticas del público y, en general, del entorno dentro del mundo del deporte. En términos futbolísticos, la Federación se ha limitado a echar balones fuera, respondiendo a las reivindicaciones de las selecciones nacionales con que “no deben dar lecciones morales y no arrastrar el fútbol a batallas ideológicas y políticas”.

 

Pese a la ceguera de la institución futbolística, el deporte rey no debe perder la perspectiva de que los derechos humanos son universales, por lo que no se debe esconder la realidad. Todo lo contrario. Ante el debate, o más bien dilema moral, producido en los medios sobre si cubrir o no el torneo, Box to Box se posiciona en el lado de la información junto al periodismo de investigación. La hoja de ruta debe ser clara, tomando como mejor ejemplo The Guardian, entremezclando una buena cobertura futbolística con las denuncias sociales. El rol del olvidado cuarto poder debe volver a ser clave en los medios.

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